EL COYOTE ENTRE LAS SOMBRAS

 

Francisco Viñuela

Un coyote entre las sombras

Los árboles en el bosquezuelo dejaban un espacio y entre las sombras se dibujaba el tronco de otros árboles por donde se filtraba muy poca luz durante eso que uno llama las primeras luces de la mañana.

El asunto sucedió a comienzos de la primera nieve, en ese momento especial cuando el bosque y los senderos recién comienzan a teñirse de blanco. Siempre es así cuando cae la primera nieve en estos bosquecitos, aquí arriba, en las colinas de Saint Lazare de Vaudreuil. Los árboles se blanquean, las ramas aún no se transforman en hielo, son solamente largos hilos, cordeles de hojas que comienzan a enfriarse antes de congelarse.

Por allí atraviesa la poquísima luz del día y en el sendero la hojarasca café, algunas veces amarilla, se mezcla con la nieve y el barro derritiéndose porque el terreno recién va a comenzar a enfriarse. La luz es breve y el día no dura mucho tiempo. El bosque es de Arces ya deshojados y -entremedio- el Pinedo reparte sombras oscuras como manchas verdes. Todavía no tiene aquel olor y ruido seco de las cortezas congeladas ni la explosión de petardo estridente que ocurre cuando se rompe una rama bajo los treinta grados bajo cero de los fríos de enero.

El sendero a la orilla del bosque sube y baja y serpentea por varias colinas. A lo lejos, en Sainte Marthe y Saint Clet hay granjas, lecherías, grandes plantaciones de maíz en verano y algunos gallineros.

En mis senderos, en el bosque, arriba en Saint Lazare, nunca hay nadie. Algunas veces pasan unos ciervos de cola blanca y también ahora último muchos pavos silvestres que han venido subiendo hasta nuestro territorio, sobre todo por el cambio de ‘clima’, -dicen- un poco más caluroso que antes.

Salí a caminar por el sendero como siempre, botas de cuero duro, chaquetón espeso, bufanda, guantes y un bastón de golf como bastón de marcha; el bastón de golf sirve no solo de apoyo, es de acero, y si en el peor de los casos te encuentras con un Oso negro, al menos te puedes defender. Aunque es raro que bajen de la montaña, no son grandes ni tampoco agresivos, pero depende del invierno que bajen a buscar comida… aunque es muy raro.

Había caminado cansinamente casi un kilómetro entre el barro y las sombras cuando en un recodo del sendero, al pie de un enorme pino, se retorció una masa negruzca cubierta de nieve y hojas secas que dejaban ver un extraño pelaje.

Me detuve en seco. Lentamente me acerqué. No se distinguía claramente. Entonces gruñó, se atoró, hizo un ruido sordo como cuando se te agota la respiración en el fondo de la garganta. Un gruñido doloroso. Como si gruñir provocara dolor o una especie de rabia contenida.

Me incliné, me apoyé en mi bastón de golf, defensivo, y lo vi claramente.

¡Un Coyote!

Parecía estar recostado al pie de un pino, pero la manera y la forma de su cuerpo parecía algo contorsionado, poco natural. Di la vuelta alrededor del pino, guardando mi distancia y a la escucha de su gruñido doloroso. Entonces vi claramente porqué parecía un cuerpo contorsionado.

La pata derecha, trasera, parecía como separada en dos por una pinza de metal, una especie de cepo. Una de esas trampas que ponen los tramperos cerca de los gallineros para que los coyotes no se atrevan a dar el asalto.

Para el día siguiente estaba anunciado medio metro de nieve y hielo, y ningún animal en esas condiciones iba a poder sobrevivir ni menos con una pata quebrada en el cepo. Estaba condenado.

Volví a dar la vuelta en torno al árbol. Me puse frente a él. Me miró fijamente como diciéndose que quizás yo lo iba a atacar, o para saber qué cosa era yo. Me miraba sin apartar la vista. Mostró un poco los colmillos. Respiró gruñendo. Pero no había rabia en el gruñido, solamente dolor. Me saqué la bufanda colorada que llevaba, la amarré al ladito del pino en la rama más alta que sobresalía en el sendero, porque si alguien venia que se diera cuenta que ya habíamos pasado primero.

Volví a casa, me cambié de botas, otros guantes, recogí las llaves del camión y partí por la ruta de campaña hacia los cerros de Rigaud, otra Municipalidad vecina de Sainte Marthe. Allí vive el doctor Ying, un viejo veterinario ya jubilado, filósofo a sus horas, a quien siempre se le llevan todo tipo de problemas por resolver; problemas humanos y problemas de animales domésticos. Para todos el Doc-Ying, tenía siempre una respuesta. Aun cuando ya no hubiese nada -prácticamente- que hacer frente a un asunto. Siempre una respuesta. Franca, dulce, apaciguadora. Generosa.

Llegué en quince minutos a su granja. Me fui al fondo de su terreno donde Dr. Ying tiene una especie de garaje bien calefaccionado, lejos de su mini hospital de veterinario, y donde tiene un horno y placas de metal y polvillos de pintura. Allí practica esmaltes sobre metales, breves pinturas, letras, caligrafías orientales, todo como un esmaltador profesional, es su pasión. Tan apasionado como es siempre en salvar todo tipo de pájaros, bichos, o lo que fuera que le trajeran herido para sanar o tratar de sanar.

– Qué le trae por estos lados amigo, me dijo con su aire socarrón, acentuado por su pronunciación…
– Feliz de verle en los esmaltes Dr. Ying, pero no vengo para pinturas y colores como la última vez.
– Cuéntemelo todo, dijo el Dr. Ying. Cerró un hornillo y trajo una tetera con té verde y dos tazas.
– Resulta que esta mañana saliendo al sendero, entre los restos de nieve y barro, descubrí un Coyote, un viejo Coyote, acostado al pié de un árbol, con una pata trasera presa de un cepo, seguramente quebrada.
– Sé exactamente qué hacer, por eso vengo a pedirle ayuda. -Dr. Ying no dijo nada. Me quedó mirando. Como que se quedó en el aire, pensando.
– Retrocedió bruscamente sin decir palabra. Puso la tetera en su anafre, apagó el fuego, cogió la bandejita con las tazas de té y la guardó en un armario.
– Venga, amigo Pancho, sígame, no hay tiempo que perder.
– Atravesamos al otro lado de la granja, entramos en su casa, se dirigió a un gran armario metálico y de allí extrajo un rifle y de un cajón un par de proyectiles.
– No, no Dr. Ying, le dije, no vine para eso, lo que quiero es tratar de salvarlo, no terminar su vida, aunque fuese por su bien…
– ¡Ah! me dijo, ¡ah! bien, muy bien, muy generoso de su parte.
– …entonces vuelva usted mismo solito al sendero, acérquese al Coyote, acaríciele su peluda nariz, y suavemente explíquele que nada le va a doler y, con fuerza, mucha fuerza separe las barras de acero del cepo, libere la pata trasera, y cargándose en la pata quebrada tire usted con fuerza ¡siempre muy fuerte! Hasta que remiende los huesos quebrados.
– ¡Ah! ¿Qué le parece, amigo Pancho? – seguramente que me le quedé mirando raro.
– Pero Doc-Ying, le dije, el coyote me va a comer vivo antes de que yo logre ni tocarlo.
– ¡Ah !, me respondió, eso está clarito, en ese sendero van a encontrar dos muertos, usted y el coyote aquel.
– Lea lo que está escrito en la caja de proyectiles, me dijo.
– No eran balas ni nada por el estilo: eran como balines, para lanzar como dardos, pero con anestesia. ¡Lo iba a anestesiar!
– Le pido humildemente perdón, Doc…
– Vamos, vamos, no perdamos tiempo, que es una cuestión de horas si queremos salvarle.

Subimos los equipos en mi camión, una especie de camilla unos paquetes de vendas elásticas, o algo parecido, un enorme bozal de cuero con una mascarilla que seguramente cubriría la cabeza del animal, el fusil, la cajetilla con los dardos de anestesia.

Llegamos a Saint Lazare, a casa. Bajamos los materiales, los pusimos en la especie de camilla y partimos por el sendero. Unos minutos más tarde vimos mi bufanda de lana colorada, flameando en la rama, y abajo encogido, el cuerpo del Coyote.

Doc-Ying tomó el fusil le puso uno de esos dardos. Luego dejó el fusil apoyado en un árbol. Se acercó al Coyote, se inclinó frente a él y comenzó a hablarle en un idioma que yo no conocía, susurrándole sonidos guturales. El coyote dejó de gruñir. Bajó un poco el hocico. Pareció que entrecerraba los ojos.

– Bien, ahora está preparado, dijo el Doc y tomando el fusil se alejó detrás de los árboles como unos diez metros y apuntándole hacia el lomo, apretó el gatillo. Un chasquido, casi sin sonido, y el proyectil entró en el animal.
– Venga, amigo Pancho, pongamos la esterilla encima de la camilla, sostenga el fusil, y la cajita de dardos, yo voy a ponerle el bozal y la mascarilla.

La mascarilla y el bozal eran un arnés de cuero, un solo pedazo de sólido cuero aceitoso. El Coyote parecía lánguido, como muerto. Lo pusimos en la camilla. Con unas pinzas de acero separó en dos el pedazo de cepo que le atrapaba la pata trasera.

– Vamos, esto es urgente, regresemos a la granja.

Hicimos todo el camino de regreso vigilando atentamente al Coyote recostado en la parte trasera de la camioneta. Al llegar preparó su pequeño quirófano de veterinario, lo extendió sobre la mesa de operaciones.

– Voy a ponerle su pata como la tenía. Ya veremos si sana.
– No hay hemorragia ni herida. Simplemente los huesos dislocados.
– Lo voy a vendar sólidamente. No le va a gustar nada cuando se despierte. De manera que lo vamos a guardar un poco drogado…tres cuatro o cinco semanas…bien alimentado veremos como recupera.
– Gracias Dr. Ying y luego qué hacemos, le dije.
– Bueno, eso será algo que el Coyote tendrá que decidir…
– ¿Necesita unos dólares, para alimentos o algo? Le dije.
– Venga a verlo a menudo, así, él podrá reconocerlo… y no, no necesito nada, tengo todo lo necesario…

Unas semanas más tarde, en una de las visitas para ver a nuestro coyote Dr Ying me dijo sonriendo socarrón:

– ¡Bueno, pues! Este lobo ya está listo para ir a robarse gallinas a los gallineros…
Le había sacado el arnés con el bozal; su pelaje ya crecido, la pata derecha trasera quedó como un poco corta, pero con ejercicio, corriendo las colinas de un lado al otro, ya ni se notaría.
– Ayúdeme a llevar la jaula hasta el cerro, un poco más arriba donde comienzan los pinares.

Subimos lentamente. Llegamos a un claro entre los pinos. Depositamos la jaula. El coyote no había gruñido ni una sola vez. Con una cuerda de plástico y un bastón con un gancho subimos la rejilla de la jaula. El Coyote vaciló unos segundos…

Luego avanzó, precavido, cauteloso. Corrió trotando hacia el interior de los pinedos. Se detuvo y giró bruscamente su cabeza hacia donde nosotros estábamos. Se quedó como petrificado. Sus ojillos fijos en nosotros, acto seguido partió como al galope y se perdió en el bosque.

– Si un día este lobo vuelve y nos trae una gallina, don Pancho, que lo llamo y lo invito a una cazuela de gallina, como dicen ustedes los chilenos…

Epilogo

Sucedió después de una enorme tormenta de nieve y hielo.

Salí al sendero para hacerme una pista. Había avanzado ya como un kilómetro, cuando miré hacia atrás, para ver si estaba bien hecha y allí lo vi.

Me seguía, desde hacía un buen rato. Su gran cabeza gris, su pelaje un poco raído y una leve cojera en la pata de atrás. Me evitó, pasó a mi lado sin salirse del sendero. Sin un gruñido. Llegó a un recodo de la colina. Se dio vuelta hacia mí. Me quedó mirando fijamente con sus ojos un poco tristes. Lanzó un inmenso aullido apuntando su hocico al cielo. Y luego como una sombra desapareció entre los árboles.

Llamé inmediatamente al Doc-Ying y se lo conté. Se rió mucho de mi pena y me dijo:

– ¡No, hay porqué tener pena, don Pancho, es el espíritu del bosque! ¡Todos somos espíritu del bosque!
– ¡Ah, mi amigo! -dicho sea de paso- le tengo una buena noticia.
– El sábado le invito a cenar aquí a la granja, vamos a comer una cazuela de gallina. ¡Sí, tal cual, cazuela de gallina!, un desconocido me ha dejado de regalo una gallina en la puerta de mi consultorio…

(Gracias miles a Raquel Viejobueno, editora de "Un Café con Literatos" y sus maravillosas ediciones!

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